En diciembre del año pasado fui a misiones. Sea lo que sea que represente esa palabra normalmente, en mi caso de lo que se trató fue de ir durante los días de la novena a una vereda del Tolima llamada Lozanía a escuchar a la gente; jugar fútbol con algunos niños y algunas niñas; limpiar muchas lágrimas injustas de gente (sobre todo viejitas y viejitos) que no se podía ya defender de la abusividad de sus vecinos; sudar como nunca en la vida y tener por eso que bañarme tres veces al día; pelearme y reirme con mi compañera de misión; cantar siete mil veces "El burrito sabanero", "Tutaina", "Campana sobre campana" y otros clásicos; cambiarle la letra a algunos de esos clásicos ("Con mi chigüiro sabanero voy camino de Belén", p. ej.) sólo pa' que los niños y las niñas se rieran; pegarle unos cuantos gritos a la gente reunida en las novenas intentando hacerlos ver el dolor que los rodeaba; rezar muchas veces las novenas; cuestionarme muchas veces mi vida; jugar a la lleva congelada; recibir mucho cariño e intentar dar al menos un poquito de todo el que recibí; comer todo lo que me daban -incluso carne, ¿cómo la iba a rechazar, si me daban lo mejor que tenían?-; conocer a un niño cuya bondad me ha transformado la vida... y buscarme a mí mismo mientras pasaba todo eso.
En fin, fueron nueve días intensos y llenos de un significado que yo apenas alcanzo a rasguñar.
En fin, fueron nueve días intensos y llenos de un significado que yo apenas alcanzo a rasguñar.
Como parte de la misión, Karen (mi compañera) y yo visitamos tantas casas de la vereda como pudimos. Entre ellas, visitamos la casa de don Chucho y doña Lucrecia. Don Chucho, un señor ya viejo, me contó en su casa muchas historias, como una que decía más o menos esto:
Eran dos amigos que paseando por el bosque se encontraron con un oso salvaje. Al verlo, uno de ellos ágilmente se trepó a un árbol, mientras que otro, demasiado sorprendido, no pudo más que tumbarse en el suelo y hacerse el muerto. El oso, después de olfatear un rato al que estaba en el suelo, se alejó. El compañero de éste, al bajarse del árbol, le preguntó qué le había hecho el oso. Él respondió que el oso le había susurrado al oído: "Nunca confíes en quien, al verte en peligro, te abandona".
Esa historia era una lección que le enseñaron a don Chucho en la primaria, y él se la sabía completica incluso ahora que era viejo. -Era bastante viejo ya. Él decía que no iba a las novenas por andar camellando en su huerta, pero doña Lucrecia nos contaba que era porque estaba bastante enfermito.
Sentado con él en la puerta de su casa vi a su yegua entrar como si fuera la señora, me reí de muchos chistes, me refresqué del calor infernal de Lozanía con un jugo de mango delicioso y escuché la historia de la vida de don Chucho.
Por alguna razón don Chucho y doña Lucrecia (con la que casi no hablé -Karen sí-) nos cogieron mucho cariño. Eso lo noté claramente porque la tarde del último día de la misión recorrieron las dos cuadras que componen la vereda cargando un costal lleno de frutas de su terreno y nos lo regalaron frente a la parroquia. Don Chucho y yo nos reímos ahí por última vez, y antes de despedirnos me regaló una oración. Esa oración, decía él, lo había protegido muchas veces ante el peligro, y me decía que era muy efectiva: que si me veía en situaciones difíciles la rezara y vería cómo no habría problemas.
Eran dos amigos que paseando por el bosque se encontraron con un oso salvaje. Al verlo, uno de ellos ágilmente se trepó a un árbol, mientras que otro, demasiado sorprendido, no pudo más que tumbarse en el suelo y hacerse el muerto. El oso, después de olfatear un rato al que estaba en el suelo, se alejó. El compañero de éste, al bajarse del árbol, le preguntó qué le había hecho el oso. Él respondió que el oso le había susurrado al oído: "Nunca confíes en quien, al verte en peligro, te abandona".
Esa historia era una lección que le enseñaron a don Chucho en la primaria, y él se la sabía completica incluso ahora que era viejo. -Era bastante viejo ya. Él decía que no iba a las novenas por andar camellando en su huerta, pero doña Lucrecia nos contaba que era porque estaba bastante enfermito.
Sentado con él en la puerta de su casa vi a su yegua entrar como si fuera la señora, me reí de muchos chistes, me refresqué del calor infernal de Lozanía con un jugo de mango delicioso y escuché la historia de la vida de don Chucho.
Por alguna razón don Chucho y doña Lucrecia (con la que casi no hablé -Karen sí-) nos cogieron mucho cariño. Eso lo noté claramente porque la tarde del último día de la misión recorrieron las dos cuadras que componen la vereda cargando un costal lleno de frutas de su terreno y nos lo regalaron frente a la parroquia. Don Chucho y yo nos reímos ahí por última vez, y antes de despedirnos me regaló una oración. Esa oración, decía él, lo había protegido muchas veces ante el peligro, y me decía que era muy efectiva: que si me veía en situaciones difíciles la rezara y vería cómo no habría problemas.
Yo no sé si Dios me librará de leones o animales ponsoñosos si rezo esto en su presencia, pero sé que don Chucho me alegró mi almita cuando me regaló su escudo mágico.
Después de que yo intenté descifrar la "oración dej justo juez" junto a él, don Chucho me dijo "adiós, amigo" y se fue para su casa.
3 comments:
Eso es todo un sacramento...
sin querer trivializar el bonito relato, debo decir que la lección de don Chucho me llegó a mi vía Selecciones-Reader's Digest.
y qué bonitos nueve días.
Gracias, anónimo y aranta.
Y bueno, viva Selecciones. Sobre todo la sección "La risa, remedio infalible".
Post a Comment